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Una vez se hubo quitado la ropa, aquel hombre pensó, y de
una manera de lo más espontánea, que lo más sensato sería darse un baño.
Hacía calor. El suficiente como para que el refrescarse se
convirtiera en una cuestión de vital importancia. Sobre todo para sus acalorados pies. Y también para
deshacerse de la ya gruesa capa de sudor que le cubría. Ni siquiera el hecho de
que sus pies volvieran a sufrir al pisar la arena, y le hicieran dar saltitos
de puntillas, hizo que desistiera de su intención de refrescarse.
Tras hacer algún que otro alto en el camino, descansado sus
pies en varias toallas de algún ajeno/a, con o sin permiso, llegó al pequeño
tramo de arena mojada que antecede a la orilla. La sensación que captaron sus
pies le llenó de alivio, pero… enseguida sintió desasosiego. El típico
desasosiego que se siente cuando a uno le entran ganas de orinar, seguramente
por sentir la humedad bajo los pies.
Dicha circunstancia normalmente no representa ningún
problema, basta con meterse al agua hasta que nos cubra el pecho y, apartando
un poco el bañador, dejar que todo fluya… Y lo intentó. Llegó a la orilla e
introdujo los pies en el agua. Inmediatamente, sintió como dos relámpagos de
hielo, circulaban a velocidad extrema desde la punta del dedo gordo de cada
pié, hasta la punta de los pelos de su cabeza, los cuales se erizaron
instantáneamente. Sí, otras partes de su cuerpo también se erizaron. Otras… se
encogieron compulsivamente.
El agua estaba helada. Lo suficiente como para que sólo
estuvieran metidos en él, dos surfistas con traje de neopreno incluido. Lo
suficiente como para plantearse, si la capacidad acumulativa de su vejiga, le
permitiría evitarse morir congelado en el agua. Durante un par de minutos se
quedó allí, de pies con el agua hasta los tobillos, inmóvil. Hasta que empezó a
entrelazar las piernas, en un gesto que delataba que, evidentemente, su vejiga
no tenía una gran capacidad acumulativa…
Haciendo de tripas corazón, se adentró en el agua, sólo lo
justo y necesario. Más exactamente hasta las rodillas, de modo que
arrodillándose, el agua le llegó hasta el bajo vientre. Deslizó cuidadosamente
el bañador, liberando su pene dejando que todo fluyera… justo en el momento que
una gran ola le hizo perder el equilibrio, arrastrándolo hasta la misma orilla.
Cuando abrió los ojos, se descubrió a si mismo totalmente descubierto, al lado
de dos señoras de avanzada edad, que murmuraban escandalizadas… mientras que todo seguía fluyendo de manera
totalmente natural.
Tuvo suerte. Al estar tumbado boca arriba, la orina,
calentita como ella sola, le calentó el estómago y la mayor parte del pecho. De
no ser así, seguramente habría sufrido una hipotermia… Tras la copiosa micción,
se subió el bañador y se levantó. Estaba lleno de arena, pero prefirió quedarse
como estaba, en lugar de meterse al agua y volver a congelarse.
Se dirigió a su ubicación en la arena, justo donde las tres
lozanas mozas, se untaban copiosamente protección solar las unas a las otras.
Aquella visión, hizo que desapareciera de su cuerpo cualquier resquicio de
frialdad. Ante la mirada de una de ellas, cogió su bote de crema e intentó
imitarlas, haciéndola un claro gesto de que no llegaba a su espalda.
La chica entendió la indirecta tan directa, y se prestó a
ayudarle. Echó un gran chorro de crema en sus hombros y empezó a extendérselo
por su espalda. A los pocos segundos, la mezcla de sudor, arena, protección
solar… y algunos resquicios de aquello que la chica no tenía ni pajolera idea
que aquel hombre se había rociado a si mismo involuntariamente tumbado en la
orilla, se había adherido irremediablemente a su mano.
Instintivamente, la chica acercó su mano a la nariz… y salió
corriendo hacia la orilla a lavársela como pudo.